Los Cronocrímenes

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Hoy cambiamos de tercio. Ayer fui a ver la esperadísima Los Cronocrímenes de Nacho Vigalondo, película que lleva más de un año intentando estrenar. La película trata de viajes en el tiempo y de la paradoja de encontrarte con tu yo del pasado (o del futuro).
En un guión sin ninguna fisura, en el que la única suspensión de la incredulidad es la posibilidad de viajar en el tiempo, Vigalondo cuenta una historia que nos dice que el viaje hacia el tiempo no puede cambiar el pasado y en la que el futuro retroalimenta el presente. Lo que ocurre, ocurre por que tiene que ocurrir necesariamente y que si no hubiera habido viaje desde el futuro no hubiera ocurrido de ninguna manera. La paradoja está en que el protagonista toma decisiones absurdas por la única razón de que sabe que tienen que suceder de esa manera. El conocimiento del futuro le hace realizar actos que, si no los hubiera vivido ya, no los haría, por lo que de alguna manera no hay un autor intelectual de lo que está haciendo.

Por todo esto la película me ha recordado a otras dos obras que tratan del viaje en el tiempo. Una es Terminator 2 en la que se da una paradoja todavía mayor. Al final de la película se descubre que los robots del futuro se han creado a partir del brazo recuperado del Terminator de la primera entrega. El estudio de los avanzados componentes electrónicos del brazo abre nuevas vías de investigación que acaban en el desarrollo de los robots del futuro que al viajar hacia el pasado posibilitan su propia creación. La paradoja es que no podemos encontrar al inventor de los chips en el bucle temporal futuro-pasado-futuro.

La otra obra es el genial relato del viaje séptimo que abre Diarios de las estrellas de Stanislav Lem del que dejo aquí un extracto:

[...]
En medio de la noche tuve la sensación de que alguien me sacudía el hombro. Abrí los ojos y vi a un hombre inclinado sobre mi cama. Su cara no me resultó desconocida, pero no tenía ni idea de quién era.
—Levántate —dijo— y coge las llaves; vamos arriba para atornillar el timón...
—En primer lugar, no nos conocemos tanto como para que me tutee — repliqué—, y además, sé que usted no está aquí. Este es ya el segundo año que voy solo en el cohete, ya que estoy volando desde la Tierra a la constelación de Aries. Por tanto, no es usted más que un personaje de mi sueño.
Pero él seguía sacudiéndome e insistiendo que fuera a buscar las herramientas.
—Tonterías —le espeté, empezando a enfadarme, porque temía que este altercado me despertara. Sé por experiencia cuánto cuesta volver a dormirse después de un despertar de esta clase—. No pienso ir a ninguna parte, porque de nada serviría. Un tornillo apretado en sueños no resuelve una situación que existe cuando uno está despierto. Haga el favor de no molestarme y esfumarse o marcharse del modo que usted prefiera, si no, puedo despertarme.
—¡Pero si no estás durmiendo, palabra de honor! —exclamó la testaruda aparición—. ¿No me reconoces? ¡Mira aquí! Me indicó con un dedo dos verrugas de tamaño de una fresa silvestre que tenía en la mejilla izquierda. Por reflejo, puse la mano en mi cara, porque yo justamente tengo en ese sitio dos verrugas idénticas a las suyas. En este mismo momento me di cuenta de por qué el personaje del sueño me recordaba a alguien conocido: se me parecía a mí como se parecen dos gotas de agua.
—¡Déjame en paz! —voceé cerrando los ojos para preservar la continuidad de mi sueño—. Si eres yo, no tengo por qué tratarte de usted, pero al mismo tiempo es la mejor prueba de que no existes.
Me di la vuelta en la cama y me tapé la cabeza con la manta. Oí que decía algo acerca de idiotas e idioteces, hasta que, exasperado por mi falta de reacción, gritó:
—¡Lo lamentarás, imbécil! ¡Y te convencerás, demasiado tarde, de que no era ningún sueño! No me moví. Por la mañana, cuando abrí los ojos, me acordé en seguida de la extraña historia nocturna. Me senté en la cama y me puse a pensar en las curiosas bromas que gasta a un hombre su propia mente: he aquí que, no teniendo a bordo ninguna alma gemela, me desdoblé en cierto modo en sueños ante la necesidad urgente de dar solución a un problema importante.
[...]
Sin haber cerrado un ojo, hambriento y cansado, me preparé el desayuno; estaba secando los platos cuando el cohete irrumpió en un nuevo remolino gravitacional. Me veía a mí mismo del lunes mirándome estupefacto, atado a la butaca, mientras el yo del martes freía una tortilla. Una sacudida muy fuerte me hizo perder el equilibrio, me caí y perdí un instante el conocimiento. Cuando volví en mí, en el suelo, rodeado de trozos de porcelana, vi junto a mi cara los pies de un hombre.
—Arriba —dijo, ayudándome a levantarme—. ¿Te has hecho daño?
—No —contesté, apoyando las manos en el suelo porque la cabeza me daba vueltas—. ¿De qué día de la semana eres?
—Del miércoles —repuso—. Vamos rápidamente a arreglar el timón, no perdamos tiempo.
—¿Y dónde está el del lunes? —pregunté.
—Ya no está, o tal vez lo seas tú.
—¿Por qué yo?
—Sí, porque el del lunes se convirtió en el del martes durante la noche del lunes al martes, etc.
—¡No entiendo!
—No importa, es falta de costumbre. ¡Ven, date prisa!
—Ya voy —dije, sin moverme del suelo—. Hoy es martes. Si tú eres del miércoles y el miércoles los timones no están arreglados, sabemos, por deducción, que algo nos impedirá la reparación, ya que, en caso contrario tú, el miércoles, no me apremiarías para que los arreglara contigo el martes. Tal vez fuera mejor, pues, no arriesgar la salida fuera.
—¡Estás divagando! —exclamó—. Piensa un poco, hombre. Yo soy el miércoles y tú eres el martes, en cuanto al cohete, supongo que es, si se puede decir, abigarrado. Tendrá sitios donde es martes, en otros será miércoles, incluso puede haber un poco de jueves. El tiempo se mezcló como cartas de una baraja al atravesar aquellos remolinos; pero a nosotros, ¿qué nos importa si somos dos y, gracias a ello, tenemos la posiblidad de reparar el timón?
—¡No, no tienes razón! —contesté— Si el miércoles, en el cual tú estás, habiendo vivido y dejado atrás todo el martes, si el miércoles, repito, los timones no están reparados, por consiguiente no lo fueron el martes, ya que ahora es martes y si tuviéramos que arreglarlos dentro de un rato entonces este rato sería para ti el pasado y no habría nada por arreglar. Por ende...
—¡Por ende eres cabezota como un asno!—gruñó— ¡Lamentarás tu estulticia! La única satisfacción que tengo es que rabiarás contra tu terquedad obtusa, como yo ahora, cuando llegues a miércoles.
—¡Ah, ya está! ¿Quieres decir que yo, el miércoles, seré tú y trataré de convencerme a mí, del martes, como lo estás haciendo tú en este momento, sólo que todo será al revés, tú serás yo y yo tú? ¡Entiendo! ¡En esto consiste el lazo del tiempo! Espera, ya voy, voy enseguida, lo he comprendido todo...

Pero antes de que me hubiera levantado del suelo, caímos en otro remolino y una fuerza de gravitación descomunal nos aplastó contra el techo. Durante toda la noche de martes a miércoles no cejaron los terribles saltos y sacudidas. Cuando se hubo calmado todo un poco, la Teoría general de la relatividad me dio un golpe en la frente al cruzar la cabina, tan fuerte que perdí la conciencia. Al abrir los ojos, vi en el suelo fragmentos de la vajilla y, entre ellos, un hombre inmóvil. Me levante de un salto y, levantándole, exclamé:
—¡Arriba! ¿Te has hecho daño?
— No —contestó, abriendo los ojos— ¿De qué día de la semana eres?
[...]



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